El ejercicio estuvo liderado por el Centro Nacional de Memoria Histórica, las universidades de Antioquia y Eafit, y la Corporación Región. Investigadores indagaron por las causas y efectos del conflicto armado en la ciudad y cómo sus pobladores lograron resistir a los embates de la violencia.

En los últimos 40 años, guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes libraron sus propias guerras en Medellín. Los repertorios de violencia terminaron mezclándose, dando paso a un espiral de muerte y dolor que dejó miles de víctimas y afectó profundamente a toda una ciudad. Muchos de los crímenes atroces cometidos en estas décadas aún permanecen en la impunidad. No obstante, la sociedad medellinense ha sabido reinventarse para enfrentar con creatividad y arte los desafíos que le plantearon los fenómenos criminales.

Estas son las principales conclusiones del informe Medellín: memorias de una guerra urbana, elaborado por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), la Corporación Región, la Universidad de Antioquia y la Universidad Eafit. Durante varios años de trabajo, los investigadores indagaron por el conflicto armado en la capital antioqueña y sus actores; las violencias que desplegaron y los impactos que generaron en la población. El informe, de 518 páginas, también exalta los ejercicios de resistencia y memoria que los paisas han emprendido en las últimas décadas para superar la crisis social que dejó la persistencia de una violencia exacerbada.

Se trata de la primera iniciativa de carácter urbano adelantada por el CNMH en desarrollo de su misión de “aportar al esclarecimiento y la comprensión de las causas de la guerra en Colombia”. ¿Por qué Medellín? Para los responsables del informe, esta ciudad fue escenario de dramáticas formas de violencia cuyos límites fueron bastante difusos por cuenta de la articulación, vinculación, cooptación o contratación de criminales organizados por parte de los diferentes actores del conflicto armado.

Paralelo a ello estaba el narcotráfico, que encontró en una ciudad golpeada por una profunda crisis económica el “caldo de cultivo” para crecer, expandirse y consolidarse como una lucrativa actividad económica, capaz de permear las instituciones estatales, corromper los actores del conflicto armado, intensificar la violencia y crear un culto al dinero fácil que hicieron de Medellín un explosivo coctel que la llevó a ostentar, por décadas, el récord de la ciudad más peligrosa del mundo entero.

No en vano, Medellín es la ciudad capital con el mayor número de víctimas inscritas ante la Unidad para la Atención y Reparación a las víctimas (Uariv): a la fecha, unas 410.765 personas han manifestado haber padecido algún tipo de victimización en el marco del conflicto armado, aunque, vale la pena aclarar, la cifra recoge declaraciones de años anteriores a 1980 y de personas que llegaron desplazadas de otros municipios antioqueños y de otras ciudades del país.

Quienes lideraron las investigaciones concluyen que los impactos de la violencia pueden ser mucho mayores, “si se tienen en cuenta el número de víctimas indirectas, el posible nivel de subregistro de estos delitos, dado el alto número de personas cuya declaración no ha sido tenida en cuenta por el Registro Único de Víctimas por considerar que sus características no corresponden a la naturaleza formal del conflicto armado, o incluso el bajo nivel de denuncias, sobre todo hasta mediados de los años noventa”.

“Esta es una reconstrucción histórica realizada con los relatos de la población, los relatos de las víctimas”, explica Ana María Jaramillo, una de las relatoras del informe, y explica que para su elaboración se realizaron talleres de memoria con víctimas de desplazamiento forzado, desaparición forzada y violencia sexual; defensores de derechos humanos y sindicalistas, familiares de policías asesinados; militantes de organizaciones de izquierda y personas exiliadas. También participaron artistas, empresarios, personal médico, académicos, líderes de opinión, miembros de la fuerza pública, profesionales, periodistas, servidores públicos, miembros de organizaciones sociales y líderes de iglesias, entre otros.

No obstante, en el documento se aclara que “dada la amplitud del tema el informe responde a una delimitación que deja necesariamente por fuera temas que requerirán nuevos ejercicios investigativos: un trabajo a fondo sobre el papel de la justicia, los organismos del Estado y Fuerza Pública, el papel de las élites económicas y empresariales, la relación con medios de comunicación y el significado de las artes en estas memorias, entre otros”.

Tiempos violentos

En Medellín, como en ninguna otra región del país, se entremezclaron las violencias del conflicto armado y el narcotráfico, un matrimonio explosivo que terminó elevando las afectaciones sobre la población civil no armada. Foto: Juan Diego Restrepo E.

¿Y que arrojaron las indagaciones? Para los relatores del informe, la historia contemporánea de Medellín se puede dividir en cuatro grandes periodos: “El primero va de 1965 hasta 1981. En él se configuran los factores que luego van a detonar el conflicto armado (…) durante estos años se sabe de prácticas de justicia privada agenciadas por sectores institucionales; el negocio de las drogas comienza a marcar dinámicas económicas y sociales; y se hacen visibles las demandas de sectores sociales y políticos que buscan reformas políticas y económicas”.

Fueron los años de las masivas movilizaciones estudiantiles y obreras, del deterioro económico de los hogares antioqueños, la crisis de la industria y la inestabilidad de los gobiernos locales (entre 1958 y 1982 Bogotá tuvo 10 alcaldes; Cali 17; y Medellín 25). Según datos del Observatorio de Memoria y Conflicto del CNMH y del Registro Único de Víctimas de la Uariv, entre 1976 y 1981 se registraron 150 víctimas de violencias asociadas al conflicto armado en la ciudad.

“En los años setenta, el delincuente individual fue desplazado por aparatos de violencia como las bandas (primero) y las pequeñas unidades guerrilleras dedicadas al asalto bancario y el secuestro (después)”, dice el informe en sus apartes, resaltando además la poca presencia en las grandes urbes de las guerrillas nacidas en la década del sesenta.

Comenzando la década de los ochenta irrumpe con fuerza la actividad criminal de los narcotraficantes. Los “logros económicos” de los “traquetos”, como se les nombraba en la época, los fue convirtiendo en una nueva clase social “emergente” y acaudala que rápidamente comenzó a despertar simpatía en los jóvenes de las barriadas más pobres de Medellín, agobiadas por la falta de empleo y oportunidades educativas. Este período, de acuerdo con el informe, termina en 1981 con el surgimiento del grupo de justicia privada Muerte a Secuestradores (MAS), creado a raíz del secuestro perpetrado por comandos del M-19 de Marta Nieves Ochoa, hermana de Fabio, Jorge Luis y Juan David Ochoa, reconocidos narcotraficantes de la cuidad.

Luego iniciaría un segundo periodo que los investigadores nombraron como “el gran desorden y el desafío armado del Cartel de Medellín”, que va desde 1982 hasta 1994. Pablo Escobar desata su guerra contra el Estado, apelando al terrorismo como su principal estrategia. Los habitantes de Medellín nombran estos años como “la época de las bombas”. No es para menos: estimativos oficiales señalan que entre 1988 y 1993, en la capital antioqueña se registraron 140 atentados con explosivos y estallaron 60 carros bombas. La guerra contra Escobar y su organización dejó un número considerable de víctimas entre agentes del Estado. De acuerdo con el informe, en todos los años ochenta fueron asesinados 690 uniformados; 153 de ellos solamente entre los años 1990 y 1993.

Fue una época en que los asesinatos aumentaron significativamente: de 869 homicidios registrados en 1983, la ciudad pasó a una cifra de 1.749 en 1985 y luego a 3.603 en 1988. Pero sería 1991 el que marcaría la tragedia de Medellín: 6.809 personas fueron asesinadas ese año, la cifra más alta para ciudad alguna en Colombia hasta la fecha. Esta no fue el único problema que enfrentó la ciudad para aquel entonces.

En los barrios populares empezaron a conformarse grupos de milicias populares desarticuladas del movimiento guerrillero rural, desprovistas de toda ideología. Al final, el movimiento miliciano terminó convertido en un factor más de desestabilización de la ciudad. Estos años también son recordados como los de la “guerra sucia”, época en que escuadrones de la muerte exterminaron una generación de defensores de derechos humanos, dirigentes sindicales, funcionarios judiciales y militantes del partido político Unión Patriótica (UP). Son recordados los casos de Leonardo Betancourt, Héctor Abad Gómez, Luis Felipe Vélez, entre otros. (Leer más en: ¿Ejército estuvo detrás del crimen de Héctor Abad Gómez y sus colegas?)

Recrudece el conflicto

El informe Medellín, memorias de una guerra urbana, identifica cuatro periodos de la violencia en Medellín: la amenaza de la revolución; el narcoterrorismo; la urbanización del conflicto y el rearme postdesmovilización de las Auc. Foto: archivo Semana.La muerte del capo Pablo Escobar (2 de diciembre de 1993) tras una intensa persecución del Bloque de Búsqueda de la Policía Nacional; y la desmovilización del movimiento miliciano (24 de mayo de 1994), marcaron el fin de un periodo sangriento y convulsionado, y el inicio de un tercer periodo, caracterizado por la expansión del fenómeno paramilitar y el crecimiento de las milicias guerrilleras en la ciudad. La confrontación armada, que por esos años se libraba con furia en veredas, valles y montañas, se trasladó a la capital de Antioquia. (Leer más en: La historia de las milicias en Medellín pasa por Justicia y Paz)

“Medellín, y su región metropolitana, fue el centro geográfico y logístico de este conflicto y se convirtió en objetivo de disputa militar entre organizaciones paramilitares (en algunas de las cuales los narcotraficantes jugaron un papel central) y entre ellas y organizaciones milicianas y guerrilleras”, reseña el informe, enfatizando que una de las particularidades que encerró el conflicto armado en Medellín es que sus diferentes actores encontraron una amplia “mano de obra”, conformada por jóvenes pertenecientes a bandas y combos delincuenciales que quedaron “cesantes” tras la muerte de Pablo Escobar y la desarticulación del Cartel de Medellín. (Leer más en: La alianza entre el Bloque Metro y las bandas de Medellín)

Así, mientras en la década pasada las masacres, el terrorismo y los asesinatos selectivos marcaron los repertorios de violencia más comunes, en este periodo irrumpe con fuerza el desplazamiento forzado masivo, la violencia sexual, el reclutamiento forzado. En las periferias de la ciudad comienzan a ser notorios los combates con armamento pesado y de largo alcance. Como siempre, la población civil fue la que llevó la peor parte. Según datos del Observatorio de Memoria y Conflicto del CNMH y el Registro Único de Víctimas de la Uariv, entre 1995 y 2005 la ciudad tuvo 52.004 víctimas de violencias asociadas al conflicto armado. Esto quiere decir que en este período ocurrieron el 39,2 por ciento de los casos de victimización asociados al conflicto armado.

El paradigma de lo que vivió la ciudad en dicha década lo constituye la Comuna 13. El Frente José Luis Zuluaga y el Bloque Metro de las Accu; el Bloque Cacique Nutibara de las Auc; las milicias de las Farc el Eln; y los Comandos Armados del Pueblo (CAP) convirtieron este populoso sector del occidente de Medellín en un verdadero campo de guerra con consecuencias humanitarias nefastas. La respuesta del Estado fue un operativo militar sin precedentes en la historia del país: comandos conjuntos de Fuerza Aérea, Policía, DAS, CTI, Ejército, llevaron a cabo entre el 16 y 18 de octubre de 2002 la recordada Operación Orión. El tiempo se ha encargado de relatar las atrocidades que sucedieron después. (Leer más en: “Desaparecían personas en la Comuna 13 y decían que eran un mito” y La guerra que ‘Don Berna’ libró en el occidente de Medellín)

Un año después, el 25 de noviembre de 2003, se registró la desmovilización del Bloque Cacique Nutibara, lo que marcaría el fin de este tercer periodo catalogado como la “urbanización de la guerra” en Medellín. Con la expulsión de las guerrillas de la ciudad y los grupos paramilitares en proceso de entrega de armas, la ciudad se aprestó a vivir un periodo de transición. Los homicidios comenzaron a caer a niveles históricos: 782 asesinatos en 2005, la cifra más baja en 30 años.

Pero la tranquilidad duró poco. Después de 2005, la ciudad fue testigo de un reacomodo de estructuras criminales que se reciclan una y otra vez. “Esto estuvo acompañado de complejos procesos de rearme y de nuevas expresiones de violencia como el desplazamiento forzado intraurbano, el asesinato de líderes, especialmente de jóvenes relacionados con propuestas de resistencias artísticas y culturales, la exacerbación de las llamadas fronteras invisibles, el asesinato y la violencia contra las mujeres”, reseña el informe.

Resistencia y resiliencia

basta ya medellinUna de las principales conclusiones del informe es que la ciudad logró soportar y superar la complejidad de la violencia gracias a la resistencia de una sociedad que supo organizarse y proponer acciones desde lo lúdico y lo artístico. Foto: archivo Semana.“Medellín resistió a la violencia gracias a la confluencia de acciones individuales, de organizaciones sociales y respuestas institucionales que permitieron encontrar salidas a momentos de crisis. La ciudad resistió y sobrevivió porque sujetos, comunidades y colectivos se organizaron para comprender lo que pasaba, trabajar juntos y superar sentimientos como el miedo, la angustia y la desesperanza”.

Para la investigadora Ana María Jaramillo, esta es, quizás, una de las principales conclusiones que arroja la reconstrucción de poco más de cuatro décadas de violencia en Medellín, una ciudad que pese a vivir el horror de la guerra en todas sus manifestaciones, supo resistir gracias al liderazgo del movimiento de derechos humanos, las expresiones artísticas barriales, y el trabajo de destacados líderes comunitarios y, más recientemente, de las víctimas del conflicto armado. (Leer más en: Medellín consolida un espacio para la memoria)

Claro está, no se trató de una resistencia fácil. La investigación arroja que “en los tres períodos, en unos más que en otros, organizaciones y líderes que denunciaron abiertamente las violaciones de los derechos humanos fueron perseguidos, amenazados y, en algunos casos, asesinados. Al mismo tiempo que hubo un creciente proceso de incorporación del discurso de los derechos humanos a las prácticas y políticas institucionales, este discurso siguió siendo objeto de estigmatización”.

Marta Villa, otra de las relatoras del informe, asegura que “la violencia también dejó huellas profundas enla sociedad. Esta es una ciudad que aún vive con miedo; miedo a la participación social y política, que desconfía en el otro” y lamenta que “uno de los hechos más lamentables que pudimos constatar es que existe un alto nivel de impunidad. Tanta violencia y la justicia ha sido muy poca”. (Leer más en: Impunidad ronda crímenes del Bloque Cacique Nutibara)

Lo anterior plantea una pregunta sobre las responsabilidades individuales y colectivas. Si bien el informe deja claro que no se trata de un ejercicio de verdad judicial ni mucho menos, es cierto que los hallazgos consignados en él despiertan interrogantes que, tarde o temprano, quienes participaron en este espiral de violencia tendrán que responder.

Tal como lo menciona el informe, “en el trasfondo de las violencias asociadas al conflicto armado en Medellín siempre estuvieron presentes las disputas por el control del orden en espacios y territorios específicos de la ciudad. Todos los actores del conflicto armado en la ciudad apelaron a los asesinatos selectivos, la desaparición forzada, la violencia sexual, el desplazamiento forzado, las masacres, el secuestro, el reclutamiento de niños, niñas y adolescentes, y el daño a bienes. Pero lo hicieron en diferentes magnitudes y con diferentes objetivos, en la medida en que cada uno de ellos tenía una idea diferente de orden y unas formas estratégicas de ejercer control sobre territorios, poblaciones y recursos”.

Al respecto, Jaramillo concluye que “en su momento, las Farc y el Eln tendrán que responder por el asesinato de líderes comunitarios, por el desplazamiento forzado de familias. Pero también lo tendrán que hacer el Estado y los paramilitares”.